De un Dios sin nombre propio

                      De un Dios sin nombre propio.   (1)(2)

Vanina De Simone.
Lic. en Psicología.
Magister en Psicoanálisis.

En El seminario VII La ética del psicoanálisis (1959-1960) Lacan trata el mito freudiano de Tótem y Tabú (1912) y el lugar del padre en el texto Moisés y la religión monoteísta (1939). Indica el autor:

Freud entonces, no deja de lado ni el nombre del padre habla de él muy bien, en Moisés y el monoteísmo se le podría decir a quien no tomará Tótem y Tabú por lo que es, es decir por un mito, de un modo contradictorio; se expresa sobre el nombre del padre en los términos siguientes: a saber que en la historia humana el reconocimiento de la función del padre es una sublimación (…) que como tal representa una novedad, un paso esencial para el hombre en la aprehensión de una realidad (…) ni tampoco, lejos de ello, el padre real. (Lacan, 1959-1960, p.225).

En el texto Moisés y la religión monoteísta (1939) Freud establece un desarrollo sobre el lugar y la función del padre. Por empezar, trata una versión muy particular del padre en donde pasa del padre totémico que funda la sociedad y la religión a la religión de ese padre primordial. El padre en Tótem y Tabú (1912) es el padre único, que ha sido teorizado como un lugar imposible de ocupar, pensado como satisfacción absoluta. En el centro de la construcción de ese mito está el padre muerto que responde a la pregunta por el origen de la represión, el parricidio, el incesto, la prohibición-ley deseo y la satisfacción pulsional.

Se puede decir que las coordenadas simbólicas situadas por Freud no pueden prescindir de la consistencia paterna. Dios retorna en la teoría bajo la forma de la hegemonía del padre como constitutiva de la subjetividad. La lectura que establece Lacan indica que el complejo de Edipo es el contenido manifiesto del deseo de Freud de sostener al padre. Expresa Lacan:

Aquí está también, como se los indiqué cien veces, la función del padre. La única función del padre, en nuestra articulación, es ser un mito, siempre y únicamente el Nombre-del-Padre, es decir, nada más que el padre muerto, como Freud nos lo explica en Tótem y tabú. (Lacan, 1959-1960, p.379)

También es preciso destacar que Lacan lee en el texto freudiano Moisés y la religión monoteísta (1939) el Nombre del Padre en su función significante. Refiere:

(…) la referencia esencial, a saber el Nombre del Padre en su función significante. Formalmente, hace intervenir como una sublimación el recurso estructurante a potencia paterna. Subraya que en el mismo cuyo horizonte está dado por el trauma primordial del asesinato del padre (…) Hay, nos dice, un verdadero progreso en la espiritualidad al afirmar la función del padre, a saber, de aquel del que nunca se está seguro (…) Introducir como primordial la función del padre representa una sublimación. (Lacan, 1959-1960, p.180)

En este seminario al igual que en otros, aparece entrelazada la temática de las nominaciones, el Nombre del Padre, y Dios.

Ante la pregunta de Moisés por el nombre de Dios este responde “(…) Yo soy lo que yo soy (…)” (Lacan, 1959-1960, p. 103), que es una frase que aparece al principio de los libros del Éxodo. De esta manera, Dios otorga una forma de nombrarse que conlleva lo inefable, lo impronunciable, lo indecible. El Nombre del Padre es introducido por Lacan en iguales términos, “Hay, nos dice, una verdadero progreso en la espiritualidad al afirmar la función del padre, a saber, de aquel del que nunca se está seguro.” (Lacan, 1959-1960, p. 179).

N. Rabinovich en su artículo El nombre del padre: Articulación entre la letra la ley y el goce (2010), explica que entre las diferentes funciones del Nombre del Padre, una de ellas es la de sostener el equívoco, para que el mismo no quede tapado por las pretensiones del ser hablante de atestar los agujeros con el sentido. Para que se sostenga el interjuego y la emersión de significantes y significados regidos por el código, deberá haber una amarra en lo real. Volviendo a Lacan se plantea que para que tal sistema se sostenga deberá haber al menos un significante que escape a tales reglas, este es el lugar otorgado al Nombre del Padre formalizado como S1. Deberá haber un significante insignificantizable, que escape a los sentidos que pueden ser imaginarizados por el ser hablante, que sea intraducible al código del lenguaje. Rabinovich se posiciona planteando que la estructura y el estatuto lógico que Lacan otorga al operador Nombre del Padre se encuentra plasmado de manera mítica en el nombre del Dios de la tradición judeocristiana. Expresa el autor:

La Torá subraya que sólo es posible identificar las cuatro consonantes, YHVH, del Nombre de Dios. Más allá que la tradición prohíba nombrarlo, el Nombre de Dios es impronunciable porque, según el texto bíblico, nunca nadie conoció sus vocales. Las vocalizaciones conocidas, tales como Yaveh o Jehová, son agregados posteriores que desvirtúan el estatuto inaugural de este nombre que trata de afirmar la existencia de un significante que como tal no pueda ingresar en el habla. (Rabinovich, 2010, p.442)

De esta manera el nombre de Dios queda ligado al registro de lo real, posibilitado la apertura de los sentidos, sosteniendo la pregunta. Por otro lado, en su texto El Nombre de Dios y el estatuto de la verdad (Rabinovich, 2000) da cuenta de la relación entre el estatuto de la letra, el nombre del Dios y la verdad. En dicho artículo evoca la historia de la lengua escrita, mencionando que esta se inicia aproximadamente veinte siglos antes de la era cristiana.

El alfabeto hebreo antiguo carecía de vocales y por eso permitía sostener una mayor indeterminación con respecto al significado de la palabra hablada. Justamente, la transmisión en ese momento dependía de la palabra hablada. Esta distancia entre la lengua escrita y la lengua hablada posibilitó que el pueblo hebreo tuviera como premisa que toda lectura es necesariamente una interpretación. Los escritos de la época, alfabéticos consonánticos, aseguraban el sentido en tanto oculto, conservando el enigma con respeto a los sentidos interpretados en la palabra hablada. Explica el autor:

La concepción del lenguaje que forjaron los judíos, localizaba en el Nombre de Dios al referente real de la verdad y causa última de los significados que elabora la palabra (…) El Libro Sagrado, texto que recogió las revelaciones de la verdad de Dios en los patriarcas y profetas, figuraba como un punto de ensamble entre lo real y el sentido. ” (Rabinovich, 2000)

La Torá o el libro sagrado y las prácticas de permanente exégesis que caracterizan a quienes siguen el culto se fundan en este significante excluido. El nombre del Dios, YHVH, cuyas vocales según el mito nunca fueron reveladas, se convierte en impronunciable. Esta característica posibilita que se acote lo imaginario, ya que las consonantes no permiten que se evoque una imagen o un sentido con respecto al nombre. Las palabras engendran sentidos, mientras que las letras solo identifican sonidos en la cadena del lenguaje. El nombre de Dios queda así expuesto como una cadena de letras que identifican pero que se encuentran vaciadas de sentido. Este nombre propio, por carecer de vocales, queda diferenciado del conjunto de los nombres propios o comunes. El soporte de la identidad de Dios, queda acotado al nombre propio, el que no puede ser dicho, que puede ser significantizado a medias, que sólo podrá ser transmitido de manera escrita, y solo verbalizado con nombres sustitutos. El nombre del Dios se constituye de esta manera en un paradigma de la función de la letra en el universo del discurso. “Él, el nombre sin saber y sin sujeto, ocupa en el mito el lugar inalcanzable de la verdad.” (Rabinovich, 2000). Así, la creencia en el ser supremo, que se escondería detrás del nombre de Dios, se puede pensar como una batalla ganada por el sentido.

De esta manera se dilucida que el nombre de Dios, aparece como el significante que podría decir de alguna verdad acerca de Dios, fuente que podría revelar alguna verdad de su existencia. Con respecto a esto, retoma lo remarcado por Lacan, acerca de la respuesta dada por Dios, cuando Moisés pregunta su nombre en el Monte Sinaí, pregunta a la que Dios responde yo soy el que soy. La respuesta de Dios remite a su identidad literal, lo que retorna ahí, es lo idéntico a sí mismo. Esta respuesta y la exégesis acerca del nombre de Dios ponen sobre el tapete, la estructura misma del lenguaje. Al lenguaje se le escabulle lo real, en este caso, lugar ocupado por la verdad.

Bibliografía.

Freud, S. (1912). Tótem y Tabú, y otras obras (1913-1914). Tomo XII O.C. (10ª reimpresión). Buenos Aires: Amorrortu. 2000.

Lacan, J. (1959-1960). El seminario VII La ética del psicoanálisis. (1°ed. 13° reimp.), Buenos Aires: Paidós. 2013.

Rabinovich, N. (2010). El nombre del padre: Articulación entre la letra la ley y el goce. Disponible en http://www.uva.br/trivium/edicoes/edicao-ii-ano-ii/artigos-tematicos/5-el-nombre-del-padre-articulacion-entre-la-letra-la-ley-y-el-goce.pdf

Rabinovich, N. (2000). El Nombre de Dios y el estatuto de la verdad. Disponible en http://www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=1133

Notas.
(1) El presente artículo está basado en un extracto del siguiente trabajo:
De Simone V. (2017). La nominación en la enseñanza del psicoanálisis de J. Lacan . (Tesis de Maestría en Psicoanálisis) Universidad Nacional de Rosario, Facultad de Psicología.

(2) Imagen sujeta a derecho de autor: De CM – Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=36655383